Taimaboffil's Blog

A la mujer, jóvenes y niñ@s, con pretendida óptica revolucionaria.

Las palabras obscenas entre las azucenas


Editorial Monografias.com 

Publicado el 4 de Noviembre de 2009 por Mora Torres5135dc25b58c0b74030bbb089984e096Mora Torres

Me digo -con humor (Sentido de humor y perfeccionismo)- que últimamente estoy tocando temas algo desenfrenados, y siempre referidos a lo sexual (Crítica a la moral sexual autoritaria).

Yo, tan seriecita desde joven (Identidad juvenil), ¿seré confundida con una pornógrafa?

Mis entradas, ¿serán buscadas con frenesí en Internet, como se buscan las “malolientes” páginas de pornografía? (Consideraciones de carácter ético y moral en el desarrollo de Internet)

Bueno, no me contesten, ya sé que no. Era sólo una broma (Más allá y más acá del Feminismo) para celebrar la erotización de mis últimos escritos (La transmutación de la escritura).

¿Y por qué no agasajar a Eros, a Eros que está vivo todavía, y no al doliente Tánatos? (La muerte en la historia)

El cuento (El cuento y sus características) que transcribo para ustedes es inédito pero fue escrito ya hace unos años. Pretende ser el extracto del diario de una mujercita muy libre y singular, castigada por estas dos hermosas virtudes al punto de ser internada en un colegio de monjas.

En mis tiempos -y en la Argentina- se llamaban “pupilas” las niñas que vivían en colegios privados lejos de su familia, y hasta a veces muy lejos, en otros países.

Niñas ricas de tintes melancólicos, blancos en Suiza, por ejemplo (Suiza).

Gracias a Dios, fui de escasas posesiones durante toda mi vida.

Las palabras obscenas entre las azucenas

(del diario de una adolescente de hace 40 años)

1970

Sé que soy un prodigio. Yo pronuncio terribles blasfemias o las peores malas palabras y tienen un valor. Yo digo la palabra azucena y tiene otro. Si mezclo las palabras tienen otro valor, ninguna es despreciable.

Yo puedo ir más allá. Sé que soy un prodigio, dije, y no dije de qué: de obscenidad. Nadie sabe que en su oscuro cuartito se ocultan los tesoros, las joyas, los rubíes, las perlas.

Un rubí era cuando yo me tocaba, sola en mi cuarto. Si no estaba sola era mucho mejor, era un diamante. Un muchacho me hundía, me atravesaba con su miembro. Y digo miembro pero conozco todas las palabras obscenas en todos los idiomas obscenos, y es por eso, ¿por eso?, que yo estoy encerrada.

Estoy pupila, pero más que pupila. Estricta vigilancia.

Una monja pasa y me mira mientras voy escribiendo.

Me vigila.

Sabe a qué puedo llegar -yo no lo sé muy bien.

La monja tiene miedo de que yo sea demasiado inteligente, me mira como si fuera una estrella negra, en realidad me admira. No me puede dejar de mirar.

Esto va más allá de “estricta vigilancia”.

Siente curiosidad, quiere mirarme el alma, y mi alma es preciosa.

Es redonda y preciosa, perfecta como un círculo, aunque junte tinieblas, como el ombligo junta mugre. “Juntatinieblas”, ese nombre le puse.

¿De un ramo de flores blancas no caen abismos?, abismos que me gustan, siempre que leo un libro y dice abismos yo dejo el libro y me pongo a pensar en los abismos. Busqué en el diccionario -ya sabía el significado, pero quería la definición exacta- y decía profundidad muy grande, infierno, cosa inmensa, incomprensible.

Esas profundidas, esas cosas inmensas, lo incomprensible, esos infiernos, tienen otros vocablos en los lenguajes obscenos, pero abismo en sí podría ser obsceno, una palabra obscena.

Yo podría ir reemplazando mis palabras por palabras así, para escribir en clave, digamos: un nardo o un clavel en el abismo, y ya sabría de qué se trata. O utilizando la palabra hiena, que también tiene fuerza destructiva, lujuria. Porque este cuaderno corre un peligro extremo.

Recién la monja se paró atrás de mí. ¿Está leyendo lo que escribo?

Me miró con una sonrisa tan dulce que parecía la sonrisa de una mujer hermosa:

-No pienses que estoy leyendo lo que escribes, es tuyo. No lo puedo leer sin tu permiso -dijo.

Yo no le pregunté por qué se había parado detrás de mí entonces, porque me había gustado su sonrisa y lo que dijo: “Es tuyo, no lo puedo leer”; pero sé que algo debe haber leído.

Tuve de pronto el impulso de entregarle el cuaderno y decirle que le daba permiso, que leyera, pero me contuve. Y en realidad no fue por mí, fue por ella que me contuve.

Escribí antes que este cuaderno corre extremo peligro, pero lo escribí por ampulosidad -yo quiero dominar además el idioma corriente, y ampulosidad es un hermoso sustantivo-, ya que… ¿qué peligro podríamos correr este cuaderno y yo si más allá de este colegio de monjas en donde estoy pupila no hay nada, no hay otro lugar? -otro lugar que tenga algún sentido.

Aquí me pasaría el resto de la vida escribiendo encerrada en la sala de estudio, adonde las otras chicas no vienen casi nunca, estamos eternamente solas la hermana Inés y yo.

Haría un análisis de mis palabras y de las palabras de los otros y fundaría la obscenidad, quizá en otro cuartito.

Acá no hay chicos varones, es lo malo.

Y las chicas parece que me escapan.

Ellas se pintan, pasan horas probándose ropas y maquillaje que les mandan los padres. Se miran en el espejo, no se gustan y borran, hacen otra pintura. O se gustan y se miran doblemente en el espejo, una hora seguida, haciendo muecas, tirándose besitos, guiñándose un ojo o pestañeando con las pestañas erizadas, con pedacitos de algo negro flotando entre los ojos. Pero yo no me maquillo, ni me pruebo la ropa que me mandan.

Quisiera estar desnuda, desnuda de cosméticos y ropa y hasta pelada, para sentir, para pensar, para aprender todos los idiomas, obscenos o no, y poder decirlo todo de una vez por todas, y siento que lo que más tengo es sentir.

Sentir en la piel y adentro y más adentro -ya dije de mi alma que es como que la toco- y poder a ese sentir decirlo con palabras, cualquier palabra vale: caca, o lila, o celeste, o acabar. Sí, acabar, que es tener un orgasmo, pero más suave.

Escribo todo seguido, pero hay un ayer y hasta hay un hoy y un mañana y un pasado mañana, y meses y años, y seguiré escribiendo cada día.

Porque no hay tiempo, no existe para mí.

Lo que existe acá que hace de tiempo es como un largo corredor, no es para mí.

Anoche salté en la cama. Me quería probar. Mi sentir. Mi piel, mis pelitos nacientes, como pelusitas, recién lo descubrí. Me acaricié Allí, y percibí que mientras lo hacía mi Allí, la sublime palabra más obscena que no debe nombrarse a partir de ahora, se ponía duro y yo me iba en el aire, por los aires y por los polvos de los polvos.

El polvo y los gusanos. Tan cerca de la muerte estoy al acabar que siento que caminan gusanos por allí, esos suaves gusanos del final, y es terrible, la suavidad y lo terrible juntos me dan miedo. Y me da tanto miedo después que no sé, me tapo la cara con las manos y me pregunto si es esto, justamente esto -el encuentro de la suavidad y lo terrible- lo que llaman pecado, o lo que verdaderamente así se llama. Pero cuando me tapo la cara con las manos siento el olor, siento en los dedos el olor -muerte o sexo- y me quedo dormida tan tranquila porque es como una cuna el olor. Y estar toda mojada pero tibia.

Volvió a pasar la monja y volvió a pararse atrás de mí.

Yo di vuelta la hoja y ella no dijo nada, pero me pareció que había leído las últimas palabras porque sus fosas nasales se abrían y cerraban. Me estaba oliendo, la hermana Inés me estaba oliendo, y yo intenté explicarle de repente que había leído en un libro que el olor del pescado recién pescado era muy fuerte, muy sensual, aunque estuviera muerto o se estuviera muriendo. Que era un olor magnífico que hablaba de la vida y el sexo, de mi sexo, y el sexo es importante pero de él no se puede hablar, es lo más importante y por eso de él no se puede hablar.

-¿Por qué? -me preguntó ella -y yo creía que ella tampoco podría hablar jamás.

-Porque no hay un lenguaje -le expliqué-, y le dije:

-Si yo apenas puedo entender algunas cosas cuando reúno palabras de todos los lenguajes.

-¿De cuáles? -me preguntó la hermana Inés, y era tan dulce como si con una caricia me hiciera cosquillas cerca del ombligo.

-De todos, de los comunes, de los obscenos, de los otros -pero yo sentía que no podía soportar más la cosquilla, la risa. Era nacer y desmayarse, porque ella me escuchaba, me quería.

Anoche, cuando estaba en la cama, a punto de llegar a los gusanos, oí que alguien me llamaba: era la hermana Inés.

Pero no me llamaba, era como un soñar, y acabé despacito, creyendo que su hábito me perfumaba, me envolvía. Me protegía del pecado.

Hoy recordé el pecado mucho tiempo, me había olvidado el terror que tenía cuando era chica, cuando hacía maldades. Pero fue el terror el que me entregó -quiero decir que me entregó a la maldad- para olvidarme del pecado. Seguí haciendo maldades cada vez más, y recordando la maldad, y olvidando el pecado.

Pero ayer lo escribí, lo recordé.

¿Me habrá traído la hermana Inés una nostalgia?

Me gustan las historias de mujeres perversas.

Leí una de una mujer y de una hiena que se hacían amigas en un zoológico de Francia. La mujer le enseñaba francés, y la hiena le enseñaba su idioma.

Pero la madre de la jovencita -porque esta mujer era como yo, muy joven- iba a dar una fiesta en su honor, y ella no quería ir. Le propuso a la hiena que fuera en su lugar.

La hiena se preparó desde temprano. Fue a la casa de la joven perversa y se comió a la criada, con cuidado de comer bordeándole la cara, para que le quedara la máscara de ella. Cuando la hiena estuvo enteramente vestida con los vestidos de Leonora, bajó a la fiesta pensando en que tendría mucho éxito y que nadie la iba a desconocer en la penumbra.

Leonora le había dicho a la hiena: “Recuerde que no debe ponerse junto a mi madre: seguro que ella sabría que no soy yo. Y buena suerte”.

Leonora se encerró en su cuarto y se puso a leer Gulliver. Una hora después entró su madre “pálida de rabia”:

“Terminábamos de sentarnos a la mesa -dijo- cuando la cosa que estaba en tu lugar se levanta y grita: ‘Huelo un poco mal, ¿no?, bueno, yo no como precisamente pasteles’. Y a continuación se arrancó la cara y se la comió”.

-Es de Leonora Carrington -dijo detrás de mí la hermana Inés-. ¿Vas a ser escritora?

-¿Cómo -le pregunté-, está leyendo mi cuaderno?

La hermana Inés se puso colorada.

-Sólo quería conocerte -dijo con su sonrisa de mujer.

Yo me sentí muy fuerte, muy feliz. Había tocado fondo, estaba ya en el preciado fondo, y no tenía miedo. Me envanecí:

-¿Y leyó todas las palabras?

-Leí todo el cuaderno, sí, poquito a poco. Dios sabe que mi peor defecto es la curiosidad, y como veía que escribías tanto, y que eras tan seria, tan distinta…

-¿Y qué le pareció? -le pregunté ejercitando mi vanidad de presidiaria-. Las palabras malditas, digo, ¿qué le parecieron?

-Me pareces encantadoramente ingenua -dijo-. Y mucho más ingenua que cualquiera, que las chicas, que las monjas, que yo. Es verdad que tu alma es muy hermosa -suspiró.

Yo entonces recordé el acto irremediable que quería cometer desde hacía tiempo: me paré y la besé en la boca.

Ella dijo:

-Qué linda, pero qué linda eres, Lila -sin ninguna palabra, con los ojos.

Envío: A cambio de completar la novela que les anticipé, y con el agradecimiento por haberme estimulado tanto, les mando este “pecaminoso” cuento adolescente. Tengan piedad de él; la protagonista es verdaderamente inocente de haberlo escrito…

noviembre 5, 2009 - Posted by | LITERATURA, NARRATIVA | , , , , , ,

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